Eran las siete de la mañana del dos de diciembre del 2007. Me levanté por quinta vez en ocho horas; Agustín Pelletieri, mi compañero de concentración, dormía como si nada. Esa tarde jugábamos una final contra Boca en la Bombonera y podíamos ser campeones con Lanús por primera vez en la historia del club, y él ni se inmutaba. Admirable. Fui al baño a rezar bajito para no despertarlo y, de paso, aquietar la espera.
¿Qué podía pedirle a Dios?, me pregunté y enseguida tuve una respuesta: “Siempre pensando en pedir, Diego; primero agradecé por estar acá, que no es poca cosa”. ¿Ustedes qué le hubiesen pedido?: ¿Ganar?, ¿Por qué no? Capaz me concedía el capricho, ¿Qué le costaba? Pero si yo le pedía lo mismo que el rival, ¿Por quién se decidiría?, ¿Por el más santo? “Que sea lo que Dios quiera —pensé—, al final es lo mejor que puede pasarnos a todos los que pedimos”. Qué chiquitos somos. Aquella tarde-noche fuimos campeones del torneo argentino y la alegría fue grande en las calles de Lanús. Quizá la más grande de la historia del Pueblo Granate.
De las pocas memorias que tengo de chico, una de ellas es mi primera final en el barrio. Tenía seis años y jugaba al baby fútbol, algo parecido al futsal, para una categoría mayor en la Junta Vecinal Villa Diamante. Del otro lado estaba el gran equipo de Mitre. Llegamos a la cancha neutral, un gimnasio cerrado. Desde afuera ya se escuchaban los bombos, los redoblantes y los cánticos de las hinchadas. Adentro era un griterio infernal. No entraba un alfiler, las banderas colgadas en las tribunas, el calor sofocante. El piso temblaba y el temblor entró en mí. Nunca había visto algo parecido. Estábamos haciendo la entrada en calor cuando salí corriendo a buscar a mis padres, me largué a llorar en sus brazos y les pedí no jugar.
Salimos a la calle por un poco de silencio y de aire. Estaba tan agitado que no podía respirar. No había cómo calmarme. Me prometieron que el ruido y las miradas eran sólo amenazas, no peligros reales; que nadie iba a hacerme nada malo. “Adentro también hay muchas personas que te quieren y te cuidan, Diego”, dijo mi papá. Entonces creí y volví a la cancha. Hace un rato llamé a mi mamá porque lo único que no recordaba de aquel día era el resultado. Ella cree que perdimos, pero tampoco se acuerda: “el resultado no era lo importante”, me dijo.
El fútbol es así: se pierde más de lo que se gana y, en una de esas, llorar nos hace tan bien como reír. El tiempo se mueve más rápido que la pelota, se vuela entre las canciones de la hinchada. La carrera de un futbolista se siente como esos noventa minutos: el primer tiempo todo es posible; el segundo, las piernas ya pesan un poco más; quizá algún suertudo llega al tiempo extra y a los penales. Dudo que el futbolista deje de ser futbolista alguna vez, así como dudo de que ahora sea otra cosa, escritor, por ejemplo. Porque incluso para escribir esta columna no puedo dejar de pensar como jugador. Y cuando jugaba pensaba como escritor, como lector en realidad: un lector del juego. Sepan disculparme: el objetivo de estas palabras es que ustedes se sientan como en una final.
Me fui del fútbol de los Estados Unidos jugando una MLS Cup final en un momento durísimo de mi vida. Asumo que casi todo el mundo andaba en una situación parecida, pero la pandemia se había llevado cruelmente a mi papá ese mismo año, el 2021, y yo vivía con pesadez mis últimos días en Portland después de nueve hermosos años y dos campeonatos ganados: MLS Cup en 2015 y MLS is Back en 2020. No había mejor desenlace posible: la final contra New York City FC era el partido despedida en casa y nada podía superar el hecho de irme levantando el trofeo. Se tenía que dar.
Yo estuve en el banco de suplentes hasta el minuto 85. Íbamos perdiendo 1 a 0. Empatamos y fuimos al alargue. En la tanda de penales me tocó errar el mío. Perdimos, se nos escapó. Me quedé duro en el medio de la cancha. El templo del fútbol se transformó en un baldío. Mis lágrimas se confundían con la lluvia. De tanto frío y de tanto dolor, no sentía ni los pies. Aunque me había tocado perder en Atlanta tres años antes, por primera vez en una final sufrí más la realidad que la incertidumbre.
Los fantasmas de la noche anterior al partido agitan las mariposas en nuestra panza. Según la psicología deportiva, son buenos amigos porque generan adrenalina, pero adentro tuyo pelean bastante y no te hacen sentir muy bien que digamos. Al menos hasta que la pelota empieza a rodar y uno, a correr tras ella. Atarse a estar concentrado en tu rol libera tensiones. Vas cambiando el aire; control a control, pase a pase, te acomodás en la cancha. ¿Lo sienten? El tema es que el fútbol te saca de la comodidad en cualquier jugada perdida y cae un gol en contra. El grito estalla en las tribunas, la amenaza se vuelve realidad y las mariposas revolotean hacia cualquier lado. No se las puede contener. A los fantasmas ni les digo. Los jugadores maduros suelen ser más templados; mantienen a las mariposas cerca y saben cómo ahuyentar a los fantasmas.
De todas formas, el juego más hermoso de este planeta se empeña en desarmar toda mesura, toda estrategia, todo análisis. Quiere hacernos fluir en sus venas salvajes que transportan la vida y la alegría. Me convencí de esto en la pasada final del mundo de Qatar 2022, quizá la mejor de todas las finales. Y créanme que no lo digo porque Argentina haya ganado, ni mucho menos, sino porque el juego fue una mezcla perfecta de profesionalismo, amateurismo y potrero. Sobre todo después del segundo gol de Francia. Desde ese momento todo fue un armonioso desorden que ordenó la historia del fútbol: ver a Messi levantar la copa dorada vestido de príncipe, con su habitual sonrisa de niño y sosteniendo con firmeza entre sus manos la felicidad de todo un pueblo.
Ese día tuve el privilegio de ir por la 9 de Julio cantando junto a la marea de personas que se trepaban a festejar al Obelisco, a los puestos de diarios y a los semáforos. La avenida más ancha del mundo coronada de gloria. “Nunca vi algo igual”, me decía mi hija mientras caminábamos de la mano.
Solo unos meses después tuvo lugar la final de la primera edición de la Leagues Cup. Yo era analista en el estudio de Nueva York para MLS; sin embargo, me dieron la chance de sumarme a comentar el partido en el Geodis Park entre Nashville SC y el Inter Miami. Lionel Messi había llegado al fútbol norteamericano para el arranque del torneo y trajo consigo la capa de Oriente, la magia del Sur y la libertad para soñar con un Miami ganador. Y así fue. La confianza aumenta la capacidad y la capacidad ayuda a la suerte. Porque la suerte del campeón existe, y también juega en las finales, aunque me cueste asumirlo. Esto no significa que haya que quedarse quieto, sin hacer nada y dejar que las cosas sólo ocurran. Hay que ayudar a la suerte. Ir en busca de la próxima jugada para cambiar el resultado. Abrirse a juguetear con el misterio. El niño pone el corazón a esa pelota que viene y el mundo desaparece. Y el tiempo. Y el miedo. Y todo lo demás.
En las vísperas de la final de la segunda edición de la Leagues Cup, pienso en el destino. Un partido es escribirlo, de algún modo. El destino casi siempre hace un ruido que aturde, pero igual nos deja corretear. Parece ya estar escrito antes de que pateemos la pelota. Ahora pega en el palo y va cruzando la línea hacia el otro poste. ¿La ven? Lleva un efecto extraño, pero se mantiene sobre la raya. La estamos viendo en vivo y en directo, en todo el mundo, por Apple TV. Si quieren ganar en esta final, jueguen conmigo. Vayan, ¿Qué esperan? Hagan el gol. Antes de que les desvíe la pelota con estas palabras, me toque salir campeón y les dé la vuelta en la cara. No, mentira, todavía están a tiempo.