En esta ocasión, la columna de Diego Valeri se sumerge en el sentimiento y la magia que encierran las sociedades dentro del fútbol, con la MLS como escenario privilegiado. El gran momento de Son y Bouanga —hoy la dupla más deslumbrante del torneo—, que regresará del parón internacional justo a tiempo para Decision Day), despierta el recuerdo de 'grandes o pequeñas sociedades'.
El talento de MLS Season Pass Español tuvo una destacada carrera en Portland Timbers y Club Atlético Lanús, en el que alguna vez vivió esa experiencia, la del compañerismo que se forja en la vida y el deporte rey.
Desde hace tres meses estoy atravesando mi primera experiencia en un cuerpo técnico en la Universidad de Portland. Soy otro yo dentro de un vestuario de fútbol. Horas y horas de preparación, análisis del rival, ejercitaciones en campo para replicar secuencias de un partido que todavía no se jugó. Moldear el futuro es una parte divertida del trabajo. Eso sí, el presente y el fútbol es de los que juegan, de los que se asocian.
Los futbolistas pueden hacer que todo ese cúmulo de ideas y elucubraciones tengan sentido o no lo tengan. La magia está en sus pies y no en los pizarrones ni en las laptops. Todo este mundo de máquinas, teorías y tecnologías se rompe cuando un coreano y un franco-gabonés tiran una pared en velocidad. Ellos ven en un instante lo que cientos de cámaras y ojos no podrán ver en siglos. Con gestos técnicos básicos como un control, un pase, una corrida, un amague o una gambeta, deshacen datos, sistemas y equipos de trabajo. Para rehacer la simplicidad de jugar, incluso en la más alta competencia: la tradición misma de la esencia futbolera. Por eso la inversión más costosa y, sobre todo la más efectiva, siempre serán los jugadores.
A una pequeña sociedad como la de Denis Bouanga y Son Heung-Min la vida puede forjarla en Los Ángeles, en Toronto, en España o en Buenos Aires, y en apenas un rato entenderán a qué distancia necesitan pararse en la cancha para sacarle ventaja al rival. Los miro desde la cabina de transmisión: se buscan, se encuentran, sonríen. Generan peligro, convierten goles, son una amenaza constante.
Sería una equivocación reducir el trabajo de todo un club al espontáneo nacimiento de estas pequeñas sociedades dentro de un equipo. Digo “pequeñas” aludiendo a su número —apenas dos jugadores—, ya que dos entre veinticinco son minoría. Claro, la tarea que cumplen es enorme para el equipo, por eso es que César Luis Menotti, con sabiduría, las llamaba “grandes sociedades”. Ustedes pueden nombrarlas como quieran; incluso si las llaman “pequeñas sociedades”, el dicho popular dice que lo bueno viene en frasco chico (y el veneno también).
Mi experiencia en cuanto a ser partícipe de una pequeña sociedad la tuve con Sebastián Blanco. Jugamos en Lanús y en Portland. En los dos clubes nos entendíamos de memoria, nos complementábamos a la perfección. Fuimos campeones. Seba y yo estamos curtidos y heridos por el mismo cemento de los clubes de barrio de la zona sur del conurbano bonaerense. Después pasamos por la misma formación futbolística en Lanús y casi que nos dirigieron los mismos técnicos. Vemos el mundo y la pelota con los mismos ojos. Desde esa realidad, me parece que no aplicamos en el folleto de estas duplas que vienen de culturas diversas.
Podríamos decir lo mismo de Jordi y Messi, de Messi y Suárez, hasta de Neymar y Messi. La cercanía formativa, el lenguaje, la cultura, incluso el mismo humor van creando la química dentro y fuera de la cancha. Ahora, lo que no entiendo es cómo pueden funcionar tan eficientemente en conjunto y sin haberse visto nunca antes en la vida un franco-gabonés y un coreano, un irlandés y un norteamericano (Keane y Donovan), un brasileño y un togolés (Evander y Denkey), un boliviano y un salvadoreño (el “Diablo” Etcheverry y Arce), un nigeriano y un texano (Martins y Dempsey), un finlandés y un argentino (Taylor y Messi). En una de esas, no entender todo es el secreto del gozo en el deporte.
En el futbolista profesional, el talento es un don necesario que se debe desarrollar hasta llevarlo a la madurez. Ese estado máximo de rendimiento llega por capacidad individual, por sabiduría futbolística y por una cuota importante de intuición. Uno sabe lo que debe hacer, lo que va a pasar en la jugada, lo que tiene que pasar. La pelota obedece al fútbol que le proponemos jugar. Es un estado similar al de Neo en Matrix, cuando él está peleando contra su enemigo y a la vez registra todos los códigos del sistema. Un acto único, puro y feliz.
El otro don para completar la madurez personal es un compañero. Al menos uno, pero si son varios en el mismo equipo, mejor. Un aliado que llegue de tierras lejanas o no tanto, con el que adoptamos formas de jugar que quizá nunca hubiéramos sospechado. Entonces ahí nacen las jugadas que nadie puede estudiar. Que a veces se repiten, pero que no se pueden contrarrestar. El secreto está en el tiempo: “fuiste para allá y ya estamos acá”, “te movés para este lado y ya estamos en el otro”. Una y otra vez, vemos el fruto de estas grandes sociedades: emociones, jugadas, alegrías, triunfos, títulos, inspiración.
Salgo de la cabina y voy bajando los escalones del estadio de LAFC. Bouanga acaba de convertir su gol número 99 en el club para ganarle a Atlanta United. Esta gran sociedad de Bouanga y Heung-Min metió 19 goles en un mes y medio para un equipo que ahora, con ellos, tiene pinta de campeón.
Un niño y su madre caminan a mi lado. Vamos por el pasillo hasta la salida. Su mamá lo tiene tomado de la mano derecha para que no se escape a patear una botella de gaseosa que está tirada en el suelo. Con la mano izquierda sostiene un cartel con una pelota y un corazón negro y otro dorado: “Son, thanks for joining us”, “Denis, Can I have your number 99 jersey?”. Levanto la botella y voy hasta el tacho de reciclaje. La compacto, la echo al aire y hago uno, dos, tres jueguitos. En mi mente, la parábola perfecta hacia el agujero del tacho. La pateo. Uh, qué lejos se fue.
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